miércoles, 31 de marzo de 2010

Años de Amor perdidos

La última vez que la vi marchar, pensé que sería la definitiva. Y de hecho lo fue durante más de veinte años, hasta que el destino o el azar (nunca llegué a confiar demasiado ni en uno ni en otro) nos volvió a juntar en la sala de espera de un hospital. No me costó reconocer entre el mar de arrugas los labios que no me cansé de besar, ni los ojos en los que me gustaba descansar. Seguro que su pelo, canoso y escaso, seguía manteniendo ese aroma afrutado que me encantaba absorber cuando dormíamos abrazados, con mi mano reposando en su pecho y mi cara hundida en sus cabellos.

Sus ojos, antes que sus labios, me confirmaron que ella también me había reconocido, y que algo dentro había despertado, encogiéndole el pecho y destapando la caja de los recuerdos. Me pareció ver que se sonrojaba, y por un instante volvió a ser aquella chica extrovertida que salía con mi compañero de piso en la facultad. La misma que descubrí una mañana resacosa saqueando mi nevera, sólo vestida con una camiseta ancha de mi compañero y unas braguitas con dibujos que asomaban por debajo de ella. Y sólo me hizo falta un par de miradas para comprender que un día no muy lejano estaría quitándole esas mismas bragas con mis manos.

Más de veinte años desde que la vi irse, maleta en mano y sin lágrimas en los ojos (siem
pre fue poco dada a los llantos), en una despedida que ambos consideramos la mejor solución. No en vano, era la cuarta vez que la misma escena se repetía, con la única variación del escenario que presenciaba nuestro acordado adiós. Nunca supimos vivir juntos, aunque con el tiempo comprendimos que tampoco separados el uno del otro. Y en ese contigo pero sin ti, se nos fueron pasando los años, con la vaga esperanza de que el próximo encuentro sería mejor, que habríamos madurado lo suficiente para entendernos, aunque luego la realidad nos quitara la razón.

Me gustaba pensar que nos habíamos conocido demasiado pronto, que nuestro destino era estar juntos pero que necesitábamos tiempo para comprenderlo. Y así se lo susurraba al oído, en los pocos ratos de sinceridad que tuvimos. Ella sonreía y, supongo que para no quitarme la ilusión, asentía. Pero luego me decía que el tiempo no hace mejor una relación, y mucho menos la consolida. Para eso sólo es necesario algo de amor y mucho de comprensión, algo que siempre nos faltó.

Nunca dije un te quiero ni un te odio tan sinceros como los que le dije a ella. Cuando se marchó, a veces acariciaba la pequeña cicatriz que tenía bajo el ojo izquierdo, producto de un cenicero lanzado por ella con excelente puntería. Y sonreía con nostalgia. Porque ninguna otra mujer me llenó tanto de sensaciones, algunas agradables, otras desagradables, pero sensaciones al fin y al cabo, que demostraban que lo nuestro siempre fue algo vivo y verdadero. Alimentado además con la distancia y el tiempo, que oculta los defectos y engrandece los recuerdos que tenemos.

Y ahora la tenía de nuevo delante, tan serena, tan seductora, tan misteriosa, tan bella como siempre, porque mis ojos luchaban por obviar los defectos actuales y se refugiaba en los brazos del recuerdo. Y también tan directa y tan sincera como antes, porque sus primeras palabras al verme fueron:
-Tengo cáncer. Terminal. Los médicos más optimistas me dan dos meses de vida.

Yo me tragué mi congoja y rescaté la mejor de mis sonrisas para contestarle.
-Ya es más tiempo del que un día pensé que pasaría contigo.

Puedo decir sin riesgo de exagerar que fueron los meses más felices de mi vida. Aunque cuando ella no me miraba, aprovechaba para llorar, pensando en todos esos años de amor que estúpidamente habíamos dejado escapar.

sábado, 7 de noviembre de 2009

La condena del olvido

No quiero recordar. No quiero vivir.

Repetía las mismas palabras una y otra vez. A veces, en un susurro que se le escapaba entre los dientes, como se escapa la vida de los labios de un moribundo. Otras, gritando a pleno pulmón, hasta que el eco repetía sus palabras y se las escupía, golpeándole la cara con su propia voz. Las repetía en la soledad de su habitación, en la soledad de su mente, convirtiendo a su almohada en confidente; o las gritaba en la calle, llenas de gente pero vacías de personas, todas ajenas al dolor que sentía.

Se emborrachaba para olvidar, pero ni aún con el cerebro imbuido en alcohol conseguía apartar de su mente su mirada, la mirada de ella, ni su tacto, el sonido de su voz, el calor de su cuerpo, la sensación que producía su presencia, su olor a piel caliente y sexo consumado.

Y la vida se le iba como se había ido ella.

Al final de todo, sólo quedaba una gran resaca, un dolor físico que le atenazaba los músculos, que le carcomía los huesos, pero que no se podía comparar con el dolor que sentía en su interior.

Por eso, a la noche siguiente volvía a recaer en el alcohol. Todo era mejor que pensar, que recordar. En cuanto la lucidez le abría los ojos cada mañana, él la enmudecía con litros de alcohol, hasta tener la feliz sensación de que el mundo se abría bajo sus pies y lo sepultaba bajo toneladas de nada.

Pintado por las trazas de la embriaguez, tendría lugar el encuentro que marcaría el resto de su vida. Ocurrió en una de esas noches en las que trataba de olvidar su realidad a través del cristal de una copa, en las que el alcohol se mezclaba con su sangre latiendo en sus venas, y el mundo giraba impune dejándolo tirado en cualquier esquina.

Cansado de caminar sin rumbo ni destino, la dureza del suelo adoquinado le pareció el mejor sitio donde dejar pudrirse sus huesos. No supo cuanto tiempo pasó así, encogido sobre sí mismo, aún aferrado a una copa vacía y rota, hasta que se dio cuenta de que no estaba solo. Una anciana lo observaba. Una anciana sin nombre ni cara, sólo identificable por su tocado negro y las arrugas que surcaban su cara.

-¿Qué te ocurre, muchacho? -Que el recuerdo me atormenta. Por la noche se acuesta a mi lado y me susurra negros pensamientos al oído. Durante el día, me aguijonea los ojos y me abre el pecho a mordiscos. Y siempre tiene el rostro de ella. Mirándome, acusándome, recordándome lo que tuve, recordándome lo que perdí.
-Yo puedo ayudarte. -Nadie puede ayudarme. -Yo sí.- La seguridad de sus palabras fue suficiente garantía para querer creerla.- Pero mi solución es peligrosa y debes estar muy seguro de lo que dejas atrás, porque puede quemarte el alma y borrarte la vida.
-Lo que sea. No hay vida ni alma en quien no quiere vivir. -Si así piensas, toma esto.

La anciana sacó de su manga un frasco de cristal con una sustancia transparente. La examinó a la luz de la luna y luego se la acercó al joven. A tan corta distancia, pudo contemplar con curiosidad el fino acabado del relieve del frasco, la majestuosidad diminuta de su perfección, pero cuando alargó la mano para alcanzarlo, la anciana lo volvió a esconder entre los pliegues de su capa.

-¿Estás seguro de lo que vas a hacer?- preguntó ella mirándolo con interés y cierto aire maternal.- El olvido no es ningún juego en el que haya vuelta atrás. Además del peligro que lleva implícito en su esencia, pues el que olvida está condenado a repetir los mismos errores. -Para mí no hay mayor condena que recordar.

La anciana chasqueó la lengua con resignación e hizo aparecer nuevamente el frasco, ofreciéndoselo con desgana.

-Como quieras, pues. Lo que ha de ser, será; y lo que se fue, nunca volverá.

El joven tragó el brebaje con avidez. Comprobó con extrañeza que a su inusual transparencia se le unía la falta de sabor, incluso de textura. Lo notó ligero y liviano, surcando su garganta como si una ráfaga de aire líquido se abriera paso hasta su alma.

Lo último que vio antes de perder el sentido y caer inconsciente fue el rostro de la anciana, que se fundía con la luna y la luz de las farolas, y desaparecía hecha humo, con una sonrisa diabólica partiendo su cara en dos.


Despertó en su cama, sintiéndose arrojado al mundo por una fuerza sobrenatural que le había mantenido todo ese tiempo mecido entre sus brazos, levitando sobre la vida. Y ahora, enfrentado de nuevo a su realidad, se sentía pesado y muy cansado, como el que despierta de un sueño profundo y oscuro que lo ha mantenido secuestrado.

No recordaba cuánto tiempo había pasado desde su encuentro con la anciana, si hacía días, meses o años que había probado su brebaje; ni si éste había sido real o sólo un sueño.

De hecho, no recordaba nada. Y eso le hizo sentirse feliz.

Se revolvió entre las sábanas hasta conseguir escapar de la prisión de su abrazo, y enseguida sintió cómo enredado entre el ropaje de su cama quedaba algo más que su aroma y sudor.

Sus hombros, libres del peso de un universo de recuerdos, respiraron aliviados, y la vida le pareció un mundo a medio explorar que nadie antes había conquistado.

Abrió los balcones para que la luz entrara y limpiara la casa y renovara el aire viciado que se estancaba en los rincones. Paseó por todas las estancias con una sonrisa en la cara, como nunca antes había sonreído, libre de penas y preocupaciones, libre de malos recuerdos y problemas.

Pero la alegría le duró poco.

El tiempo de comprender que su casa ya no era su casa. Todo era vacío a su alrededor, aunque los objetos rellenaran los espacios inertes y no dejaran hueco a la imaginación. Pero esos objetos carecían de sentido para él.

Pronto, la angustia pasó a su interior. La angustia de conocer algo y no recordarlo. Su cuerpo estaba ausente de sangre, sus manos huérfanas de carne, sus labios vírgenes de besos, y sus ojos vacíos, incompletos.

Corrió a mirarse a un espejo con la esperanza de descubrir quién era, y allí en efecto halló el reflejo de quién era, pero no de quién había sido, y mucho menos de quién sería o quién quería ser.

Desolado, rompió a llorar. Pero ya no lloraba por ella, como había hecho antes, porque ni siquiera recordaba que existiera una ella. Lloraba por él, por lo que un día fue, y ya nunca más sería.

sábado, 10 de octubre de 2009

Caricias


Me gusta que mis labios
tengan el poder de estremecerte;
que mis dedos sean capaces
de recorrer tu piel
despertando mil sensaciones,
como un susurro que toca tu oído
para después marcharse,
aunque su rumor te acompañe
más allá de ese instante.

Quiero beber agua de tu boca
hasta que se me seque la sangre
que me late por pecho y piernas,
y que en un torrente de especias
te entrego cada noche.

Podría susurrarte lentamente
"no sabes cuánto te quiero",
pero te estaría mintiendo.
Claro que lo sabes,
lo sabes porque lo siento,
porque más que mil palabras valen los hechos,
y enganchado a tus pechos
te lo repito en prosa y verso,
hasta que mi voz se gaste
y sólo queden mis labios y mis dedos,
esos que te dan placer con un simple gesto,
que destapan tu sonrisa, mis ganas y tu deseo,
que me hacen feliz y eterno
acurrucado en tu seno.

Una sonrisa, una caricia,
un beso lento y meditado.
Tú te estremeces entre mis brazos;
yo sonrío feliz y satisfecho.

viernes, 4 de septiembre de 2009

Vida

La vida es una huella en la arena que va borrando la marea

La vida se mide por momentos,
por buenos y malos recuerdos,
y nunca nos damos cuenta
de lo que ganamos o perdemos
si no es a través del cristal del tiempo.

Yo quiero vivir la vida así,
a sorbitos pequeños,
saboreando cada instante
sin arrepentirme de lo hecho
o lo que dejé por hacer.

Y cuando la muerte venga a visitarme
me encuentre feliz y completo,
con las manos y la mente llenas
de buenos y eternos momentos,
y en el alma la paz serena
de haber cumplido lo soñado,
si es que alguna vez los sueños
puedieran considerarse hechos pasados.

domingo, 16 de agosto de 2009

Amor en la ausencia

El día en que Ulises se tuvo que marchar de su hogar, le hizo una firme promesa a su amada Penélope: nunca dejaría de pensar en ella el tiempo que durara su separación. Quizá si ambos hubiesen sabido en ese momento la duración exacta del tiempo que estarían el uno sin el otro no hubiesen mostrado tanta seguridad y entereza al despedirse. O quizá sí, porque el amor muchas veces nos da la energía y valentía de hacer cosas que en otro momento nos parecerían imposibles.

Así Ulises se hizo al mar, con la única compañía de sus recuerdos y las fotos de su amada, que se hicieron pronto viejas de tanto mirarlas.


No faltó a su promesa Ulises, que cada noche aprovechaba su soledad para escribirl
e cartas que luego intentaba hacerle llegar. Era más un acto de fe que de comunicación, porque nunca podía obtener respuesta, ni siquiera saber si estas cartas llegaban a su amada. Sin embargo, las escribía con ilusión, por el placer de escribirle, porque al hacerlo, al evocar su imagen y tenerla presente en cada renglón, le hacía sentirse más cerca de ella.

El nombre de Penélope siempre estaba en sus labios, y se lo repetía a menudo para no olvidarlo, hasta convertirlo en una palabra sin sentido, que respiraba más que susurraba cuando observaba a la estrellas, pescaba en el mar o simplemente en su cama para ahuyentar su soledad.


No necesitó del canto de una sirena para creer enloquecer. El tiempo y la distancia cumplieron mejor esta función que ellas. Las cartas, que antes escribía cada noche, se fueron espaciando cada vez más, a medida que se le agotaban las palabras que escribía en sus hojas. Y cuando las encontraba, al releer lo escrito se daba cuenta que en ningún momento hablaba de amor, y sus sentimientos se perdían entre delirios producidos por la soledad y la frustración.

Ulises, en su locura, llegó a creer que no existía una Penélope por la que regresar, que sólo era una ilusión más creada por su mente. En esos momentos necesitaba refugiarse en sus fotografías, porque sus recuerdos estaban tan contaminados por los sueños que no llegaba a diferenciar lo que fue real de lo que era imaginado.

Le hizo falta mucho esfuerzo y concentración para conseguir rescatar de su pasado y traerlo a su realidad los sentimientos que le producían el contacto con su amada. Llegó a olvidar que era sentir el calor de su piel, el roce de sus labios, el sonido de su sonrisa, el olor de su cuerpo; todo lo que una simple fotografía era incapaz de transmitir. Sin embargo, estas le ayudaron a no olvidar nunca los rasgos de su cara, aunque ya no sintiera nada por dentro cuando se refugiaba en ellas, y cuanto más las miraba, más extraña le parecía aquella persona de ojos huecos y sonrisa congelada que lo observaba sin ver a través del tiempo y el espacio.

Por las noches, abrazaba su almohada creyendo que era el cuerpo de su amada, y la colmaba de besos y caricias, le susurraba palabras de amor en el oído y dormía fundido a ella, soñando todas las cosas que realizarían juntos a su vuelta.


Poco a poco se acostumbró a amar a esa Penélope idealizada que sólo existía en sus sueños, hasta tal punto que amó más el recuerdo que a la persona.

La ilusión del regreso se fue haciendo cada vez más difusa a medida que la Penélope que aparecía en ellas perdía consistencia física y quedaba relegada a un simple cuerpo al que abrazar y entregarse cuando llegase a su casa. Sólo pudo sacarle de esa desidia la certeza de su inminente llegada, y la ilusión se transformó en nervios e inseguridad.


El Ulises que pisó tierra no era el mismo que años atrás había abandonado esa misma casa para echarse al mar, con una promesa y un recuerdo al que aferrarse y por el que regresar. Tampoco era la misma Penélope la que fue a recibirle, ni el esperado encuentro fue como tantas veces imaginó en su exilio marino. Los besos y abrazos no tenían tanta fuerza ni cariño como en sus sueños; las mismas personas y lugares habían perdido la magia de lo soñado. En su idealización había olvidado recordar también las cosas malas que tenía su casa y su tierra, y ahora que por fin tenía a su amada entre los brazos la sentía como una extraña en su propia vida.


Al poco tiempo, Ulises volvió al mar. Esta vez sin ninguna promesa pero todavía acompañado por la vieja foto de Penélope, con la única intención de reencontrarse con su verdadero amor.

lunes, 10 de agosto de 2009

Palabras que no dicen nada

Alineación al centro
He dicho "te quiero"
más veces de las que debiera
pero menos de las que necesitara.
Regalé esa palabra a oídos egoístas
que no supieron apreciarla,
y la sentía morir en mis labios
como única compañía
cuando se la susurraba a la almohada.
¿Con qué valor puedo usarla ahora
que no sé lo que significa,
ni lo que implica,
y su verdad me ahoga?
Inventaré palabras nuevas para ti,
que no estén viciadas,
ni de tan usadas, tan gastadas,
y que al decirlas, rocen tus labios
con la dulzura de un beso diario
y la sorpresa de una emboscada,
con el fulgor de una llamarada
y el frescor de una cascada.
Y que al escucharlas
te abracen suavemente por la espalda,
reocorran tu cuerpo caricias en manada,
y mueran en la sencillez de una mirada,
con la que me dices "te quiero",
pero sin pronunciar ninguna palabra,
de esas que no dicen nada.

miércoles, 5 de agosto de 2009

Quiero ser poeta


Quiero ser poeta
para retenerte con palabras,
abrirte mi alma
y seducirte con mis letras.

Quiero ser poeta
para que tú me quieras,
para encontrar la frase exacta
que me abra todas las puertas
que aún están cerradas
en lo más profundo de tu alma.


Quiero ser poeta
y gritarle al mundo entero
que te quiero,
con todas sus letras,
con todos su peros,
y que mi mejor poema sea
encontrar en tu mirada
cumplidos todos mis sueños.