sábado, 7 de noviembre de 2009

La condena del olvido

No quiero recordar. No quiero vivir.

Repetía las mismas palabras una y otra vez. A veces, en un susurro que se le escapaba entre los dientes, como se escapa la vida de los labios de un moribundo. Otras, gritando a pleno pulmón, hasta que el eco repetía sus palabras y se las escupía, golpeándole la cara con su propia voz. Las repetía en la soledad de su habitación, en la soledad de su mente, convirtiendo a su almohada en confidente; o las gritaba en la calle, llenas de gente pero vacías de personas, todas ajenas al dolor que sentía.

Se emborrachaba para olvidar, pero ni aún con el cerebro imbuido en alcohol conseguía apartar de su mente su mirada, la mirada de ella, ni su tacto, el sonido de su voz, el calor de su cuerpo, la sensación que producía su presencia, su olor a piel caliente y sexo consumado.

Y la vida se le iba como se había ido ella.

Al final de todo, sólo quedaba una gran resaca, un dolor físico que le atenazaba los músculos, que le carcomía los huesos, pero que no se podía comparar con el dolor que sentía en su interior.

Por eso, a la noche siguiente volvía a recaer en el alcohol. Todo era mejor que pensar, que recordar. En cuanto la lucidez le abría los ojos cada mañana, él la enmudecía con litros de alcohol, hasta tener la feliz sensación de que el mundo se abría bajo sus pies y lo sepultaba bajo toneladas de nada.

Pintado por las trazas de la embriaguez, tendría lugar el encuentro que marcaría el resto de su vida. Ocurrió en una de esas noches en las que trataba de olvidar su realidad a través del cristal de una copa, en las que el alcohol se mezclaba con su sangre latiendo en sus venas, y el mundo giraba impune dejándolo tirado en cualquier esquina.

Cansado de caminar sin rumbo ni destino, la dureza del suelo adoquinado le pareció el mejor sitio donde dejar pudrirse sus huesos. No supo cuanto tiempo pasó así, encogido sobre sí mismo, aún aferrado a una copa vacía y rota, hasta que se dio cuenta de que no estaba solo. Una anciana lo observaba. Una anciana sin nombre ni cara, sólo identificable por su tocado negro y las arrugas que surcaban su cara.

-¿Qué te ocurre, muchacho? -Que el recuerdo me atormenta. Por la noche se acuesta a mi lado y me susurra negros pensamientos al oído. Durante el día, me aguijonea los ojos y me abre el pecho a mordiscos. Y siempre tiene el rostro de ella. Mirándome, acusándome, recordándome lo que tuve, recordándome lo que perdí.
-Yo puedo ayudarte. -Nadie puede ayudarme. -Yo sí.- La seguridad de sus palabras fue suficiente garantía para querer creerla.- Pero mi solución es peligrosa y debes estar muy seguro de lo que dejas atrás, porque puede quemarte el alma y borrarte la vida.
-Lo que sea. No hay vida ni alma en quien no quiere vivir. -Si así piensas, toma esto.

La anciana sacó de su manga un frasco de cristal con una sustancia transparente. La examinó a la luz de la luna y luego se la acercó al joven. A tan corta distancia, pudo contemplar con curiosidad el fino acabado del relieve del frasco, la majestuosidad diminuta de su perfección, pero cuando alargó la mano para alcanzarlo, la anciana lo volvió a esconder entre los pliegues de su capa.

-¿Estás seguro de lo que vas a hacer?- preguntó ella mirándolo con interés y cierto aire maternal.- El olvido no es ningún juego en el que haya vuelta atrás. Además del peligro que lleva implícito en su esencia, pues el que olvida está condenado a repetir los mismos errores. -Para mí no hay mayor condena que recordar.

La anciana chasqueó la lengua con resignación e hizo aparecer nuevamente el frasco, ofreciéndoselo con desgana.

-Como quieras, pues. Lo que ha de ser, será; y lo que se fue, nunca volverá.

El joven tragó el brebaje con avidez. Comprobó con extrañeza que a su inusual transparencia se le unía la falta de sabor, incluso de textura. Lo notó ligero y liviano, surcando su garganta como si una ráfaga de aire líquido se abriera paso hasta su alma.

Lo último que vio antes de perder el sentido y caer inconsciente fue el rostro de la anciana, que se fundía con la luna y la luz de las farolas, y desaparecía hecha humo, con una sonrisa diabólica partiendo su cara en dos.


Despertó en su cama, sintiéndose arrojado al mundo por una fuerza sobrenatural que le había mantenido todo ese tiempo mecido entre sus brazos, levitando sobre la vida. Y ahora, enfrentado de nuevo a su realidad, se sentía pesado y muy cansado, como el que despierta de un sueño profundo y oscuro que lo ha mantenido secuestrado.

No recordaba cuánto tiempo había pasado desde su encuentro con la anciana, si hacía días, meses o años que había probado su brebaje; ni si éste había sido real o sólo un sueño.

De hecho, no recordaba nada. Y eso le hizo sentirse feliz.

Se revolvió entre las sábanas hasta conseguir escapar de la prisión de su abrazo, y enseguida sintió cómo enredado entre el ropaje de su cama quedaba algo más que su aroma y sudor.

Sus hombros, libres del peso de un universo de recuerdos, respiraron aliviados, y la vida le pareció un mundo a medio explorar que nadie antes había conquistado.

Abrió los balcones para que la luz entrara y limpiara la casa y renovara el aire viciado que se estancaba en los rincones. Paseó por todas las estancias con una sonrisa en la cara, como nunca antes había sonreído, libre de penas y preocupaciones, libre de malos recuerdos y problemas.

Pero la alegría le duró poco.

El tiempo de comprender que su casa ya no era su casa. Todo era vacío a su alrededor, aunque los objetos rellenaran los espacios inertes y no dejaran hueco a la imaginación. Pero esos objetos carecían de sentido para él.

Pronto, la angustia pasó a su interior. La angustia de conocer algo y no recordarlo. Su cuerpo estaba ausente de sangre, sus manos huérfanas de carne, sus labios vírgenes de besos, y sus ojos vacíos, incompletos.

Corrió a mirarse a un espejo con la esperanza de descubrir quién era, y allí en efecto halló el reflejo de quién era, pero no de quién había sido, y mucho menos de quién sería o quién quería ser.

Desolado, rompió a llorar. Pero ya no lloraba por ella, como había hecho antes, porque ni siquiera recordaba que existiera una ella. Lloraba por él, por lo que un día fue, y ya nunca más sería.